Esta es la historia de Alicia, en un principio Samuel, y de cómo volvió a nacer cuando su familia decidió dar el paso. Una vivencia con final feliz que, por desgracia, no siempre ocurre así.
Alicia tiene nueve años y disfruta de las mismas aficiones que el resto de los niños a su edad: pinta, acude a clases de baile y, al igual que otros tantos infantes, también ha visto cómo su comunión se posponía debido a la crisis del coronavirus. Es, por lo general, una niña muy feliz y cariñosa, aunque esta dicha no siempre fue así. Cuando tenía cuatro años sus padres notaron que su personalidad risueña se apagaba poco a poco y no lograban descifrar por qué. De ser alegre y muy viva, pasó a la introversión y el silencio.
Entonces Alicia se llamaba Samuel, el nombre de pila que le fue asignado al nacer con genitales masculinos y del que se desprendió cuando inició el tránsito de género a los cinco años, un lento proceso no siempre fácil que nos cuenta su madre, Cristina, que a día de hoy acompaña a la pequeña por un trámite que solo pueden entender a la perfección las personas que lo han vivido de cerca. “Desde que era muy pequeña, Alicia —que entonces era Samuel— siempre decía que de mayor iba a ser una niña. Entendía su sexo como un estado transitorio, como si de un día para otro fuera a cambiar”, nos cuenta la mamá. Un pensamiento que no ocurrió de la noche a la mañana. A los dos años, cuando llegaba de la guardería, se quitaba el pañal, acudía al retrete y se sentaba en él para hacer pis porque decía que era una niña. La familia, tanto la madre como el padre, nunca le dieron demasiada importancia. “No nos sorprendió porque mi madre siempre me inculcó que los roles de género no eran como se dictaminaron: yo podía jugar al fútbol y mi hermano podía jugar con cosas de niñas sin problema. No lo tuvimos en cuenta y pensamos que Samuel podía ser gay porque en ese momento no teníamos ni idea de qué pasaba por su cabeza”, confiesa la madre.
Poco después, a los tres años, empezó a pedir ropa interior femenina y a los cuatro ya se vestía con la ropa de la madre por casa de forma libre. Fue cuando empezó a reclamar que le pintaran las uñas, una minucia a la que en un principio la madre se negó: “No porque yo no quisiera, sino por el entorno. ¿Cómo iba a ir un niño con las uñas pintadas a la guardería? Tristemente por aquel entonces estaba más pendiente del qué dirán que de los sentimientos de mi hija”.
Fue en esos días cuando, de forma muy prematura, Alicia empezó a vivir una complicada y asfixiante doble vida. En casa era una niña, se comportaba así y era aceptada como tal, pero en la calle seguía siendo un niño. A raíz de esta dicotomía le empezó a costar mucho trabajo salir a la calle: en el exterior no era ella, era él, y aquello empezó a pasar factura en su personalidad. Un día cualquiera, de casualidad, Cristina se topó en televisión con una mujer que narra la ejemplar historia de otra niña, un relato que describe de forma exacta la actitud de Samuel y que por fin ponía nombre al término al que eran completamente extraños: transexualidad.
“Cuando me enteré y até cabos, se me cayeron dos lagrimones. Me di cuenta de que había prestado más atención a la sociedad que a lo que sentía mi hijo. A partir de ahí empecé a escucharlo y a informarme por mi cuenta. Íbamos a ir hasta el final, hasta donde hiciera falta para que fuese feliz. Primero acudí al pediatra y este me derivó al área hospitalaria de salud mental, ¡como si fuera una enfermedad! Allí el psicólogo, tras varios dimes y diretes, se dio cuenta de que simplemente era una niña con pene”.
Ahora, cuando el entorno de la pequeña ya se ha familiarizado con todo lo que conlleva ser trans de forma tan joven, a Cristina no le gusta oír la manida expresión de que “su hija ha nacido en un cuerpo equivocado”. Según ella, esta es una de las tantas frases inapropiadas que han sido normalizadas socialmente:
Dos meses antes de cumplir los seis años, durante un rutinario frío mes de febrero, la familia tomaba la decisión de darle vía libre a Samuel. Irían a una tienda con él, le comprarían su anhelada falda y le dejarían acudir con la prenda al colegio, pero antes de dar este crucial paso el niño todavía tenía que tomar una importantísima decisión: cuál iba a ser su nuevo nombre. “Mamá, si ya voy a ser una niña, ¿no debería de llamarse como tal?”, le preguntaba con una naturalidad pasmosa mientras volvía a comunicarse de forma jovial y con el rostro lleno de felicidad como antaño. “¡Me llamaré Alicia!”, resolvía tras debatir feliz una larga lista de posibles nombres.
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